EDITORIAL
Si algo faltaba para
confirmar, simbólicamente, el acrobático salto al capitalismo que están llevando
adelante los dirigentes cubanos, eso se produjo el pasado 10 de mayo. En
efecto, al salir de una entrevista privada con el Papa, el timonel de la
restauración capitalista, Raúl Castro se declaró "rendido ante la
sabiduría" de Bergoglio y proclamó que si "sigue hablando así volveré
a rezar y volveré a la Iglesia Católica". Más allá de la anécdota y de
recordarles a los cagatintas castristas que de Roma se vuelve pero que del
ridículo jamás hay regreso, lo cierto es que el ritmo de la "normalización"
capitalista en Cuba está pegando un vertiginoso salto adelante. No sorprende a
quienes venimos analizando la cuestión cubana con los hechos en la mano y no
con anacrónicas reminiscencias folclóricas, teñidas de banderas rojas y
entonadas con canciones de Silvio Rodríguez. Los hechos hablan por sí mismos y
son impiadosos. Cualquier viajero que haya visitado la isla (y decimos "la
isla", no los pasillos del poder) en los últimos años, puede dar fe de una
descomposición social creciente, de la diferenciación social en ascenso, de los
privilegios obscenos de los funcionarios en tren de convertirse en
propietarios, del floreciente mercado negro, de la prostitución ejercida de
manera pública en las calles del "socialismo"…Y no son hechos
casuales o residuales. Son el producto inexorable de la batería de leyes
aprobadas por el Partido "Comunista" de Cuba en los últimos 20 años,
abriendo de par en par la economía al capital financiero internacional. Cuba,
liderada por los Castro, emprende ahora el acelerado retorno al capitalismo
liberal, copiando un modelo asociativo como el ejecutado antes por los chinos y
vietnamitas, aspirando a que sus corruptos y enriquecidos funcionarios pasen de
gerentes a socios propietarios. Se cierra, de este modo, un ciclo que
caracterizó el siglo pasado: revoluciones populares, democráticas, dirigidas
por movimientos y partidos pequeño burgueses que expropiaron a las burguesías
tradicionales y que, despojando a las oprimidos de su triunfo y usufructuando
sus banderas, construyeron, paso a paso, el surgimiento de una nueva clase
dominante. Las revoluciones del siglo pasado tuvieron, todas ellas, por encima
de sus especificidades, esa génesis y ese resultado. Los viejos funcionarios
rusos, chinos, vietnamitas o cubanos dejan en el pasado el papel de burócratas
desde el que acumularon sus fortunas y se asumen como los nuevos burgueses. En
la fragilidad de su juventud se ven obligados a mantener el folclore rojo y a
bancar un vasto círculo de cagatintas a sueldo para no aparecer como lo que
realmente son, los verdugos de sus pueblos.
SI, LO ÚNICO QUE LES FALTA ES REZAR E IR A MISA
Resulta conmovedor
observar los esfuerzos de esos intelectuales y periodistas para ganarse su
paga, intentando explicar lo que, desde el punto de vista del socialismo y la
revolución, ya ha quedado suficientemente claro. Se estremecen ante el desfile
militar del ejército ruso conmemorando el aniversario de la caída de Berlín y
saludan su marcha como si fuera el Ejército Rojo de Trotsky; alaban al oligarca
Putin como si fuera el nieto de Lenin y a su camarilla capitalista como si
fuera el Comité Central del 17; saludan la reconstrucción del imperialismo ruso
como si fuera la resurrección de la URSS. Lo mismo harán, ahora, con los
Castro. Elevarán a prodigios de la revolución "socialista" los nuevos
garitos y prostíbulos que se instalan en la isla y a la categoría de milagro
económico el despido de casi medio millón de trabajadores estatales mientras
sus generales se convierten en "guardianes revolucionarios" de las
empresas imperialistas. Así como la restauración capitalista en Cuba cierra el
proceso de las revoluciones del siglo pasado, también la ideología reformista,
conciliadora y populista que el castrismo forjó en la región, cae en la
decadencia y sus crepusculares portavoces lo pasan mal. Sus amigos soportan a
duras penas los embates de los pobres que ya no creen en sus huecas proclamas
"socialistas", apenas una mascarada grotesca de la colaboración de
clases y la explotación. Dilma, la abanderada de la capitulación del Partido de
los Trabajadores en Brasil, es abucheada en público en cada aparición, sus
propios sindicalistas le hacen huelgas feroces y las marchas exigiendo su
renuncia son multitudinarias. No la pasa mejor Rafael Correa, el ecuatoriano
que es mecenas de varios cagatintas locales, repudiado por la mayoría indígena
de la población. Ni qué decir de Nicolás Maduro, el estrafalario timonel del
chavismo en retirada. No la pasan mejor Cristina Fernández ni Michele Bachelet.
Todos o casi todos los aliados "ideológicos" del castrismo los
acompañan en su decadencia. Un gran debate, aun no saldado, recorre a toda la
izquierda. Se trata de analizar este fenómeno que tuvo tanta trascendencia no
con el corazón y la nostalgia sino con las herramientas que la historia nos proporcionó.
Es difícil, es duro, pero es imprescindible llamar a las cosas por su nombre.
Sólo así se abren las puertas del futuro. Nos duele hacerlo. En primer lugar a
quienes hemos acompañado la revolución cubana desde sus orígenes, defendido el
derecho de su pueblo a trazar su destino y, sobre todo, duele por toda una
generación sacrificada por esos ideales abandonados. No es la primera vez que
una revolución es devorada desde adentro para beneficio de sus dirigentes.
Pero, si abolimos el rol "predestinado" de caudillos, intelectuales,
abogaduchos y cagatintas, vanguardias y partidos iluminados, para abrazar el
concepto social de la epopeya, la democracia directa y la no delegación en la
pequeño burguesía de nuestra misión histórica, posiblemente sean éstas las
últimas claudicaciones. Vale, en estos momentos tristes, recordar la
esclarecedora y delimitadora máxima de la Primera Internacional, aquella gran
organización revolucionaria de anarquistas, socialistas, blanquistas y
marxistas: "La liberación
de los trabajadores sólo será obra de los trabajadores mismos".
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