Todos los cuerpos sociales
se pudren, como el pescado, por la cabeza. En nuestro caso es el régimen político
instaurado sobre la crisis del 2001 y desde el que se salvaguardan y perpetúan
los peores intereses de la dependencia, el saqueo y la explotación, el que está
entrando en proceso de honda e irreversible descomposición. El gastado recurso
del discurso “progresista” ya no puede ocultar la decadencia de los pilares
económicos sobre los que se asentó su dominación y la insatisfacción social que
la acompaña. La persistencia de la miseria y el desempleo como realidad endémica
en vastos sectores de la población, la inflación comiéndose los magros ingresos
de los que tienen trabajo, la vivienda digna como privilegio de unos pocos, la
salud pública reducida a ruinas, la deserción escolar y la juventud sin empleo
ni estudio son apenas indicadores de un ciclo que está llegando a su fin: ya no
tiene cómo legitimarse ante una población humilde a la que los cansadores
discursos presidenciales no logran conmover. Lo que comienza como una sensación
en los bolsillos, poco a poco, se instala en la conciencia colectiva. Al
principio lo hace de una manera primitiva, condenatoria, un “esto no va más”
que anticipa el paso a la acción de rechazo.
Pero el grado de
podredumbre de la dirigencia política no se limita al patético y aislado
gobierno. Se extiende en sus instituciones, su cultura sus artistas y
periodistas y en la propia oposición burguesa, perfora todos los poros de la
sociedad, invade todos los espacios. Un parlamento que es, apenas, una escribanía
cara integrada por “ladris”, mediocres y “ladri‐mediocres” para avalar los
deseos autoritarios de la banda gobernante; testaferros que mudan bóvedas y
valijas cargadas de dinero como si fueran trastos; un poder judicial colonizado
por el gobierno, los partidos y las corporaciones empresarias que no vacila en “blanquear”
a Chevron a expensas de un genocidio en Ecuador; espacios culturales entregados
a la dádiva oficial que no se avergüenzan de filmar películas de “alto contenido
social” con presupuestos astronómicos, financiadas con fondos públicos y
presentadas en eventos “fashion” en Puerto Madero; recitales de músicos “progres”
facturados a precios de oro a las arcas públicas; dirigentes sociales
oficialistas que se transforman en prósperos empresarios petroleros;
periodistas conversos, de mala memoria, que son, ahora, costosos abanderados de
la “causa nacional”; políticos que fueron, son y serán parte del modelo de
saqueo nacional y explotación social pero que, en vísperas de las elecciones,
se travisten en feroces opositores y así hasta el agotamiento.
Semejante decadencia no
puede producir más que una conciencia popular precaria y dividida entre los oprimidos
que, aun viendo que “esto no va más”, no encuentran modo de expresarse. Es
bronca, es hastío y es desesperanza. La protesta adquiere, entonces, formas
elementales, primarias, delincuenciales de manifestación y la violencia aparece
en todos los rincones de la sociedad. El régimen aprovecha eso y demoniza en
los “pibes chorros”, en los “inadaptados”, en la “delincuencia feroz” lo que no
es otra cosa que la irrupción salvaje de un generalizado y profundo rechazo
social ante la estafa política en curso.
DIFERENCIA DE MODALES, NO DE MODELOS
Unos y otros, oficialistas
y opositores, arman su farsa electoral con un ojo puesto en la tormenta que se
está gestando en la profundidad de la conciencia de los oprimidos y con el otro
mirando a Brasil, a Egipto,
Portugal, Turquía o España,
para nombrar algunos de los escenarios de protestas mucho más contundentes.
Esos países les muestran la
fugacidad de sus sueños de estabilidad en estos tiempos de crisis feroz y dan
fe de la precariedad de su dominación. Sin embargo, ni el oficialismo ni sus
opositores pueden apartarse de un libreto que los lleva, irremediablemente, al
choque con los explotados. El “modelo” les es común a todos ellos.
El capitalismo es, hoy más
que nunca, explotación, saqueo, destrucción del medio ambiente y de la sociedad
y estos políticos que compiten por el voto de los pobres son apenas patéticos
intérpretes –con aspiración
societaria‐ de una
partitura que se escribe en los despachos de los banqueros, de los GEOS de las multinacionales
y las mineras, en las oficinas de los pools de siembra, de los especuladores y
usureros, de los industriales globalizados. Apenas los separan los modales, las
formas de hacer efectivo que el costo de su crisis lo paguemos nosotros. Son
diferencias de estilo y modo, no de fondo las que los separan.
Tienen, por otra parte, una
coincidencia adicional: utilizar las elecciones para aletargar la incipiente conciencia
opositora del pueblo, distraer la atención, alargar los plazos, estirar las
agonías. Pero no hay plazos que no se venzan ni cuentas que no se paguen, dice
el saber popular y, pasadas las elecciones, profundizada la crisis de dominación
en curso, agravadas las condiciones materiales de millones y millones de
argentinos que la avaricia capitalista impone, la protesta popular habrá de
reaparecer con toda su energía revolucionaria, sumando la experiencia de las
rebeliones anteriores y la energía de las nuevas generaciones de luchadores. Y
lo harán en el marco de todo un mundo al que los oprimidos están transformando
en el campo de la batalla más trascendente de la historia humana, la del fin de
la raza de los explotadores.
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